jueves, 8 de diciembre de 2016

Atenea.

Tenía lágrimas grabadas para toda la eternidad en su rostro,
se agotaron con cada pétalo caído los propósitos para luchar por una vieja ilusión que más que amor, se trataba de un espejismo.
Rompió todos sus lápices con los cuales vaciaba el alma de todas sus soledades y hasta quemó cada uno de sus escritos, prueba de aquella acuciante necesidad de inmortalizar cada sentimiento en bella prosa. Pero ninguno de estos intentos por liberarse de la ansiedad de la que era presa cada noche, fueron suficientes para borrar la huella de aquel tormentoso amor que la seguía a cualquier lugar donde sus pensamientos pudieran alzarse y volar.
La voz de aquella última esperanza que se desvaneció, se clavaba en forma de espinas en su débil cuerpo, sangrando así hasta el último resquicio de felicidad que algún día pudo sentir.
Decidió pasar sus últimos días de delirio sin otra compañía que no fuera el golpeteo de las olas del mar contra aquellas rocas con las que tantas veces había tropezado.
Se dejó mecer por el suave movimiento del viento golpeándole la piel y poco a poco sus deseos fueron cayendo uno a uno al compás de una respiración cada vez más arrítmica.
Llegó pues, el momento exacto en el que su último suspiro se enredó con el canto fúnebre de la marea, y así comprendió que, las cosas del corazón no tienen fin y algunos recuerdos quedan tan tatuados en nuestra alma que ni la seguridad de la muerte es capaz de borrarlos.

                Ocho de diciembre del dieciséis.
                                  

                                                  01 | 02 a.m.

                                                      Collie.